26.8.06

Los anocheceres (10/07/06)

¿Cómo contarles, sin faltar a lo mágico, esta fogosa experiencia?

Un Parque…

Es un parque hermoso, o hay un parque hermoso en la ciudad donde vivo, a la que cariñosamente le llamo “mi ciudad” aunque yo sepa bien que es sólo prestada. Este parque es inmenso, repleto de árboles y flores. Pero los más importantes son los árboles: cada uno tiene una personalidad visible muy única. Son imponentes, y hasta me atrevo a decir que la mayoría conduce a la casa del gigante de pulgarcito.


Es mi parque favorito, poco importa la estación, pero tengo que aceptar que durante el verano sus efectos alucinógenos sufren metamorfosis polínicas, lo que hace que sus consecuencias sean más intensas e irresistibles. Habitualmente vengo a tomar el sol, pero más bien es para perderme en sus rosales veraniegos que obtienen amplitudes suréales tipo Alicia en el País de las maravillas. Tanto así, que no miento ni exagero cuando les digo que una rosa de ese parque puede llegar a ser del tamaño de mi cara. De los colores ni hablemos, porque toman unos matices para los cuales aún no se ha inventado una palabra descifrable por el humano.

Es una delicia pasar una tarde allí, pero siempre me dije que en la noche de seguro que sería un sueño.

Un día…

Y el sueño vino a mí…

Actualmente, en esta mi ciudad, se lleva a cabo uno de los festivales de espectáculos callejeros más alucinantes de Francia: Les tombées de la nuit (Los anocheceres). Y como si estuviéramos conectadas, la compañía de teatro Carabosse decidió hacer un espectáculo que acaparara todo el Thabor: “mi” parque.

El festival consiste en presentar performances callejeros, pero muy elaborados, durante toda la noche, comenzando a las 6pm, hora en que se supone que comienza a caer el sol. Pero como deben saber, en verano el sol se acuesta tarde en Europa: alrededor de las 10:30pm. Esa fue la hora que escogió Carabosse para comenzar su espectáculo durante 3 noches consecutivas. Así pues me encontré de noche en mi parque favorito.

Era de noche...




…Y me dejaba guiar por unos Marcel* suspendidos en el aire iluminados en su interior por velas a prueba de viento, fantasmas anfitriones, y por tiestos de velas con olor a déjate llevar....Así llegué al 1er espacio (desde mi punto de vista porque cada cual iba por donde mejor le parecía). El espacio estaba delimitado por una cuerda a vuelta rectangular. En sus cuatro esquinas, bien presentes, unas tómbolas también rectangulares enormes y en su interior no había papeles...había brasas de carbón de un anaranjado surreal. Detrás de cada tómbola, se encontraba un ventilador de hierro, gigante. En medio de ese infierno se escuchaban voces. Cuando me acerqué distinguí las voces de los políticos franceses en medio de la asamblea general, nada diferente a las reuniones en el hemiciclo del capitolio. Dos hombres se ocupaban de mantener las brasas hirviendo y gimiendo. Las voces de los políticos eran tan candentes como el fuego. En el centro pude ver que había una especie de ventilador circular formado por banderas, todas con imágenes representativas de ciertos tipos de gobierno. Los ánimos se caldeaban en la asamblea general. Y de repente, de la nada, apreció una mujer vestida atemporalmente. Nos hablaba de lo decepcionada que estaba de la política; de lo que hace la política de los hombres y con los hombres; de cómo nos utilizan. Los políticos la mandan a callar; ella continúa cada vez más fuerte; nos dice que no hay que quedarse de brazos cruzados, que no hay que conformarse y otras cosas que no se alcanzan a oír porque los políticos siguen gritando y de vez en cuando la mandan a callar. Todo se acelera: más carbón al fuego en las tómbolas, los políticos discuten eufóricos y la mujer grita una oración que fue inmediatamente apagada con una explosión y una llama de fuego de varios metros cual boca de dragón. Ella quiso seguir hablando para convencernos de que no hay que dejarse intimidar y ahí se encendieron los cuatro ventiladores que se encontraban al pie de cada tómbola de brasas, y si los ventiladores giraban con fuerza, las tómbolas giraban más, provocando así una nevada de fuego. Los copos de fuego apagaban la voz de la mujer. Lo único que se le escuchaba decir a veces era “no pueden permitir que se vuelva a reproducir”.






Yo me quedé en un letargo mirando la nevada de fuego y siguiendo con los ojos los copos de fuego que flotaban en el aire...hasta que alguien comenzó a aplaudir y volvimos a acordarnos de que estábamos en el Thabor y veíamos un espectáculo.

No podía dormir

Continué la travesía, todavía atraída por los Marceles, los tiestos de fuego y los olores. Entre los árboles vi gente que se mecía en columpios gigantes. Los que me conocen saben que yo no veo bien de lejos, y menos de noche y con árboles entre medio. Me estrujé los ojos y caminé un poco más: sí eran columpios, grandes, había espacio para 4 personas en cada uno, con espaldar. En el Thabor no hay columpios, y peor aún, no se puede caminar sobre la grama, y estos columpios estaban sobre la grama, entre los árboles y había que caminar por encima de la grama para llegar hasta ellos. Los Marcel me dieron permiso, y mientras más me acercaba, mejor veía que la gente tenía cara de hipnotizados y que miraban todos hacia el centro. Cuando los alcancé, vi que eran dos, que cabían 5 personas en cada uno, que estaban separados por un enorme cajón de madera, iluminados con los tiestos de fuego, y en el centro había una chica con aspecto de duende (y no por su físico) que contaba una historia. En esos momentos se acabó la historia y todos aplaudieron. La chica se fue y yo la quise seguir. Entonces vi que se dirigía hacia un espacio un poco más grande donde había 5 columpios iguales, de madera y hierro, colocados formando un círculo. Había gente que saltaba de los columpios para irse y dejarle el lugar a otra persona. Yo aproveché sin perder un segundo y me senté al lado de gente que no conocía. Entonces vi otra chica/duende que mecía algunos columpios y luego de asegurarse de que todos nos mecíamos, se fue.

Los columpios estaban unidos en el centro, en lo alto, por lucecitas. En el centro, en la tierra, había una especie de horno gigante con brasas de carbón brillantes de caliente. Del centro colgaba una esfera de cristal que encerraba también brasas brillantes. Ésta colgaba de una especie de andamio de hierro en forma de figuras geométricas. Yo me mecía y me dejaba ir; no sabría decir en qué momento sucedió, pero de repente entendí que me había transformado en una niña de 10 años: los pies no tocaban el piso. La luna estaba hermosa y la noche mística. Mientras nos mecíamos, escuchábamos la voz de un niño que contaba una historia, a la cual no podía seguirle el hilo porque me impresionaba más el grado de dulzura de aquella voz.

Y volvieron a aparecer las dos chicas/duendes, correteando entre nosotros, jugando y diciéndose cosas que nadie entendía, pero que de seguro querían decir algo así como “te atrapé” o “ a que te cojo”...pero les juro que era una lengua desconocida para todos los presentes. Cuando se cansaron de jugar, comenzaron a cantar una nana, en un idioma como polaco o no muy lejano a estos, con voces de cuentos de hadas. Las dos chicas treparon el andamio y cantaron, canciones de duendes en diferentes idiomas, y bailaron en él; hasta que una de ellas saltó y desapareció. En ese instante, la que quedaba allá arriba, comenzó a contarnos una historia de las cosas que pasan en el mundo mientras en un lugar es una hora y en otro es otra. Pero lo impresionante no era la historia, ni la forma de contarla (aunque era magnífica), era que mientras la contaba, hacía peripecias, andamiajes corporales con la astucia de un mono y la gracia de un hada. Terminó su historia, saltó y se desapareció.

Yo salté también para salir del columpio y me di cuenta de que a 3 pasos había otro espacio con dos columpios. Todos otra vez hipnotizados y mirando hacia el centro: una de las chicas acababa de empezar a contar una historia; esta vez con los pies en la tierra. Era un cuento magnífico, con la mujer, la dama que hace las pociones mágicas, el Oso, la montaña y todo lo demás. Ella hizo todos los personajes, todas las voces: Todo. Un hermoso cuento que espero algún día poder contar a alguien.

Soñé con mi príncipe azul




Seguí mi camino, o más bien, el camino de los Marceles y los tiestos de fuego, y llegué a una fiesta. Todos sentados en la grama alrededor de los diferentes tiestos de fuego, miraban hacia una especie de escenario circular, con sus columnas rojas y su techo de sombrillas donde un señor tocaba el piano y 3 parejas bailaban un tango. Una de las parejas dejó de bailar (los más elegantes) y nos agradecieron por venir a su fiesta y nos dijeron que celebraban sus 10 años de casados, y en su discurso comenzaron a hacer metáforas del amor, y a pedirnos que les dijéramos otras; todas eran hermosas y poco a poco se fueron degradando al igual que el ánimo entre ellos se fue caldeando. Los vimos discutir, reconciliarse, alejarse, llorar y reír y volver a llorar en silencio, hasta que se fueron.

Me caí de la cama

Con eso me fui, y los Marceles me llevaron por entre los árboles, ¿un pasadizo secreto? Y así llegué hasta una chica de vestido, boina y labios muy rojos que se encontraba debajo de un árbol, de esos gigantes que hay en el Thabor. Su maleta de madera estaba en el piso y en su pecho llevaba colgado su acordeón. Si ustedes piensan haber tenido mala suerte en el amor, es evidente que no conocen esta chica. A través de canciones con letras hilarantes y relatos dignos de una torpe del amor, nos hizo la historia de su vida.

Pensé que no habría nada más, y me topé con unas instalaciones en unos árboles: palabras de amor, luces, radios antiguos que hablan colgando de las ramas, jaulas y los Marceles que me tiraban de los brazos....

Vi a mi profesor de ciencia

Fue el vapor quien tomó el relevo. Vapor y cacerolas; todas puestas encima de hornillas de gas que a su vez formaban parte de un andamiaje en hierro a vuelta redonda. Se escuchaba de fondo El Bolero de Ravel. Cacerolas de todos los tamaños y a fuera un afiche que decía: “Conferencia con el Profesor Kaviowski CANCELADA”. Bueno, ¿y quién se ocupa de las cacerolas y del resto de las cosas que hierven? Yo que me pregunto, y que inmediatamente aparece un señor vestido con unas ropas que eran una mezcla entre piloto de los años 20, un payaso y un “clochard”. En todo caso, parecía muy concentrado en sus ollas, brebajes y la máquina que se encontraba en el centro, que de vez en cuando soltaba un grito de vapor que despertaba a todos. Mientras el bolero avanzaba, aparentemente avanzaban también sus ollas. Entre tanto, se bañaba él y a la gente, con una manguera que echaba humo. Y cuando el bolero comenzó a llegar a su clímax, el sustituto del profesor Kaviowski subió unas escaleras altísimas e infló un globo muy grande y muy blanco. Entonces, encendió con un fósforo la punta del cordón por el cual lo sostenía, y lo dejó perderse entre las nubes. Yo seguí con los ojos la llamita del globo hasta que no la vi más...

Luego, el mecánico de la esquina...

Un poco contrariada le hice caso una vez más a los Marceles. Esta vez me llevaron hasta un espacio particular, como un taller de mecánica entre árboles. En lo alto se veía una cadena, como las de las bicicletas, que se encajaba en tres tipos de postes de hierro, formando así un triángulo. Frente a mi, había 2 mesas; una de ellas con un radio viejo que pasaba una emisora local, pero las dos sucias y llenas de herramientas y aparatos un poco extraños. A los lados de cada mesa, por el suelo, miles de cachivaches: manubrios de bicicletas, motores, neumáticos, aros, etc. En el fondo, una chocita con techo de zinc con una apertura que dejaba ver, hasta la cintura, a dos hombres. Los dos parecían mecánicos: estaban negros hasta dentro de las uñas. Se tomaron algo y salieron por la puertita de atrás de la choza. Una puertita que se dejaba restallar bastante bien al cerrarse. Comenzaron a balbucear cosas entre ellos mientras quitaban las cadenas que indicaban que el taller estaba cerrado. Uno era mayor que el otro, con un caminar de alguien a quien le pesa algo...el otro, aunque más joven, tenía la boca torcida. El mayor empezó a hablar gritando, tan pronto escuchó un ruido, para pedirle a las personas que estaban en el medio de la “entreda” que se salieran. Gruñía, diciéndoles que no habían leído los carteles que decían “PELIGRO: electricidad”. Y en eso el ruido se hizo más fuerte y vi llegar un tercer hombre, mucho más joven aún, en una motorita/bicicleta. Entró hasta el medio del taller, dejó caer la motora en el suelo, y se sentó inmediatamente en su mesa de trabajo. El de la boca torcida ya trabajaba en la suya, pero el señor gruñón cogió un manubrio de una bicicleta y comenzó a contarnos historias desternillantes de su infancia y su familia. El de la boca torcida no dejaba de quejarse de lo mucho que hablaba mientras trabajaba con un artefacto extraño. El más joven tocaba una melodía en un pianito de bebé para hacerlo callar. Pero el gruñón los mandaba a callar y seguía con sus historias. Puso a funcionar la cadena de bicicleta que se encontraba en lo alto. Daba vueltas como una machina. Con cada historia pedía a uno de los otros dos que trajera algo para enganchar en la cadena. Lo primero fue un cuadro extraño que cuando se subieron a una escalera y lo colgaron de la cadena, tomó vida: había una señora que se daba en la cabeza con un rolo de madera. Todo lo que colgaban se movía. Hasta un tiburón hecho de latas y no sé qué treparon, y encendía una luz que le colgaba por encima de la cabeza y abría y cerraba la boca. Cada artefacto daba la vuelta del triángulo. Eran mecánicos, pero no de autos. Inventaban artefactos mecánicos muy graciosos que decoraban cada historia, pero no tenían ninguna utilidad. Parecía que eran hermanos. El más joven era un bobo que se quedaba eslembao a la menor provocación. El de la boca torcida no hablaba mucho, pero se quejaba constantemente de los otros dos. Y el mayor, hablaba hasta por los codos y los mandaba como un buen hermano mayor. Todos tenían esa forma peculiar de hablar que tienen los.... los hombres que se dedican a trabajos rudos. Al final, pasó lo que tenía que pasar: se peliaron (de una manera muy cómica), y luego de un silencio decidieron cerrar el taller…

Los Marceles me condujeron por unas escaleras mágicamente iluminadas y sin darme cuenta me encontraba nuevamente en el principio. Quise dar media vuelta y ver todo una vez más. Algo me decía que me perdía de otras cosas. Pero ya era más de media noche y debían cerrar. Me fui con un sentimiento de haber vivido un sueño, algo muy surreal. La mañana siguiente me desperté con unas energías, una culequera, como esas que se sentían cada vez que era el primer día de clases cuando era niña. En la noche, regresé al Thabor...



*Marcel: camisilla blanca tipo Fruit of the Loom

Fotos : Nicolas Joubard